Los años 80



Durante los primeros carnavales de los 80 si algo destacó de manera especial fue la espontaneidad de la gente, las ganas de divertirse de manera diferente, lo que derivó en una participación popular que superó claramente a las expectativas más optimistas.

Curiosamente las señas de identidad con las que surge el carnaval eran muy similares en algunos aspectos a como se venían desarrollando en la década de los años 20 y 30.

La gente sacaba del fondo de los armarios y de los baúles de las abuelas ropas antiguas del año catapum y, con esa guisa algo mamarracha y una careta que cubriese totalmente su identidad, se dedicaban a mofarse de vecinos y conocidos durante toda la noche. La diversión continuaba durante los días siguientes, en los que los máscaras cuando se encontraban con las personas a las que habían estado intimidado desde el anonimato, se dedicaban jocosamente a comentarles si no le habían conocido en tal o cual momento.

Resultaba molesta especialmente esta situación por lo que para evitarla gran parte del pueblo optaba al año siguiente por disfrazarse también. El resultado de todo ello fue que, conforme avanzaba la década de los 80, el número de personas disfrazadas en la calle se incrementaba exponencialmente.

Se podría decir que el culmen se alcanza a partir de 1985, con una calle Jhon Lennon, que vivía sus mejores momentos de gloria, totalmente abarrotada de público disfrazada. Y cuando se dice totalmente abarrotada, es algo literal y no una exageración; pues muchos recordarán que ir desde la plaza Santo Domingo a la Plaza de España resultaba toda una odisea que conllevaba su largo periodo de tiempo, pues era prácticamente imposible poder andar.


Los disfraces eran muy caseros y artesanales, basados en vestidos y zapatos “heredados” de nuestras abuelas o bien compradas en las distintas tiendas de la ciudad, como Aragoneses, La Campana, La Giralda, Sudón, Agudo… que por entonces hacían limpias en sus almacenes y lanzaban ofertas especiales al estilo de “zapatos de plataforma a 99 pesetas”.

Como herencia de los carnavales de principios de siglo se organizaron nuevamente bailes en los salones, si bien en este caso habría de reducirse exclusivamente al Liceo, los cuales resultaron muy participativos y animados en este caso por nuestros mayores, que posiblemente emulaban lo que les habrían oído contar a sus padres.

También se organizaron en los primeros años los bailes de color, si bien con no muy elevado éxito de participación, pues al poco tiempo dejaron de celebrarse.

Los pubs y discotecas de la ciudad se adornaban con ambiente carnavalero y a los sones de músicas de samba se organizaban múltiples congas en el Bar El Patio o en la discoteca Maickel´s, donde no te dejaban entrar si no ibas disfrazado.

No obstante el verdadero espectáculo estaba en la calle y la diversión fundamental era jugar la gente disfrazada a “molestar” a los que iban vestidos de calle y estos a su vez a tratar de averiguar quienes eran los “molestos” máscaras.

Desde una sorda, anónima pero efectiva y nunca bien valorada Comisión Ciudadana se organizaron múltiples actividades, como concursos de escaparates y fachadas, pasacalles de gigantes y cabezudos, bailes en la caseta, Rallyes del carnaval, etc.
  
El concurso de murgas (empezó llamándose así al grupo formado por un mínimo de 4 componentes) y comparsas (se exigía un mínimo de 15) comenzó sin apenas normas y con escasa calidad, pues en aquella época todo valía. No obstante esa situación poco duró y poco a poco se fue perfilando en torno al que podría denominarse cual iba a ser la estructura de lo que debía ser una comparsa (el nombre de murga deja de utilizarse), y que no era otro que una presentación con ritmo, dos pasodobles críticos, cuatro cuples graciosos y un popurrí con marcha dedicado sobre a todo a temas locales.

El encaje musical estaba basado en el enfoque gaditano, o sea a ritmo de caja, bombo y guitarras, si bien eso fue algo que surge espontáneamente, pues las normas al principio no impedían que un grupo pudiese actuar a los sones de un acordeón, como de hecho así ocurría con Los Protestones, agrupación que estaba formada en gran parte por personas pertenecientes a los Coros y Danzas de Nuestra Señora de la Antigua.

Tras dos primeros años de actuaciones en escenarios improvisados y provisionales, como era un local que hacía las veces de caseta, frente al antiguo manicomio, y en el salón de actos de la UNED, el concurso pasa a desarrollarse con un enfoque más estable al Cine Alcazaba.

No obstante esta nueva sede solo duró dos años, pues la transformación de ese cine en la discoteca DT, supuso un nuevo obligado traslado al Cine-Teatro Maria Luisa (entonces Navia). Sede en la que se permanecería durante muchos años, convirtiéndose en nuestro propio templo carnavalero, y recuperándose casi sin querer un espacio que fue además protagonista de los carnavales de los años 30.

El concurso que cada vez iba ganando en calidad era dominado en esos primeros años por los Cazurros, Los Émeritos y los Protestones, incorporándose a los primeros lugares a finales de la década de los 80, La Marara, único grupo que venía actuando desde el primer carnaval.

Los primeros años el martes no era día festivo. Incluso la programación se basaba en unos días impensables para la mayoría hoy en día. Así por citar un ejemplo, en el año 1984 el programa comenzó un miércoles 29 de febrero con el pregón, elección de rey y reina y el concurso de comparsas, el desfile era el sábado y la fiesta terminaba el domingo con la quema de la sardina. Al poco tiempo, todo esto se regularizó, pues dada la gran repercusión popular de esta fiesta en la ciudad, el Consistorio se vio obligado a declarar el martes como día festivo local, pasando así a tener los carnavales su estructura más habitual: de viernes a martes. 

Una actividad que resultaba espectacular por su participación ciudadana era el entierro de la sardina (quien lo iba a decir ahora). Se recuerda el de 1985, que por entonces salía desde la Plaza Pizarro y en la que el sepelio abarrotaba antes de su comienzo toda la calle Calderón de la Barca y Pizarro.

No obstante conforme el concurso de comparsas se iba consolidando, el nivel participativo de la calle iba decayendo. A finales de los 80 las calles aún estaban abarrotadas de personas pero ya muchas de ellas iban sir disfrazar, lo cual podría considerarse un indicio de que algo no iba bien.    

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